El exilio que sufren estos días millones de ucranianos supone la imposición de partir y la imposibilidad de retornar. Se trata de un partir sin despedida.
Estamos viendo cada día cómo estas personas salen huyendo de su hogar con lo puesto. Cualquiera puede entender que no se trata de un proceso migratorio normal, sino de una experiencia desgarradora, en la que se ven forzados a huir, para asegurar su supervivencia. Al dolor por las innumerables pérdidas que conlleva una guerra y un proceso migratorio, se añade la carencia de la despedida. Esto, sin duda, va a dificultar la elaboración de los duelos.
En esta situación, puede resultar muy complicado reorganizarse y adaptarse al nuevo país. Incluso, pueden reaccionar con rechazo al país de acogida. Este rechazo enmascara tanto la culpa por los que quedaron como el odio por el país que los ha expulsado.
Pueden experimentar intensos estados de regresión y dependencia, incremento de tensiones en la vida familiar, falta de estabilidad, inseguridades, pérdida de identidad, sentimientos de estar de paso,…
Las personas exiliadas, si además de cierta fortaleza psíquica (capacidad para tolerar la frustración, el dolor, la ambigüedad, la culpa, elaborar los duelos,…), encuentran un medio acogedor que los reciba, podrán reorganizarse y contener sus angustias.
Pero no todos poseen esta deseable fortaleza. Para muchos, la partida irá acompañada de la insoportable incertidumbre de no saber si volverán a ver a sus seres queridos, padres mayores, parejas que se incorporan a la defensa de su país, hijos, hermanos, amigos…
Este sufrimiento empeorará la salud mental de los refugiados y previsiblemente cristalizará en duelos que se podrán ir resolviendo o que generarán estrés postraumático, trastornos de angustia, depresiones, patología psicosomática o abuso de sustancias y que afectarán a varias generaciones.